El miedo. Tan escurridizo y misterioso
que se inventa mil y un nombres para no ser descubierto. Celos, envidia, enojo, tristeza, timidez, culpa,
vergüenza, comparación, insuficiencia, crítica… O incluso conceptos aceptados
socialmente, como “por respeto”, “sé modesto”, “pasa desapercibido”, “hay que obedecer”… todo, al final, puro miedo.
A veces aparece en forma de “verdades
universales”, paradigmas, creencias generalizadas – de tu familia, de tu grupo
o de tu género – que hasta se sienten cómodas. Nos sirven de excusa para no
tener que pasar por todo lo que implica desafiar a todos los defienden esos
conceptos a capa y espada. Son como viejos amigos que nos acompañan en el día a
día. Se vuelven parte de nuestra personalidad, de nuestro carácter o en nuestra
personalidad en sí: el tímido, la víctima, el enfermito, la pobrecita, el “recha”…
¡En fin!
En el miedo ni siquiera importa si estás
solo o acompañado. En familia por ejemplo, a la mayoría se nos enseña –
tácitamente – a ocultarlo. Es un tema que no se habla abiertamente. Todos saben
en algún nivel que existen… incluso se comparte. “Todo va a estar bien”, se nos
dice del diente al labio; pero se lo que se vive es miedo y ausencia de fe. No
hay congruencia.