domingo, 12 de abril de 2015

Tus creencias: una cuestión de vida o muerte




Nací en una familia en donde mis antepasados se morían de 50 y pico años. Del corazón; infartos masivos o derrames. Crecí creyendo que me moriría a esa edad. Y mi mamá nos dijo toda la vida que ella moriría igual que su papá, a la misma edad. Era una verdad absoluta para ella, aunque ahora entiendo que era sólo una creencia. 

Trece días antes de su muerte, un 1° de noviembre, mi mamá se sentó a hablar con mi hermanita de 18 años después del tradicional fiambre. Había llegado el momento en el cronograma. Y en esa charla le dio todas las indicaciones para su velorio y su entierro. Tenía deseos bien específicos; creencias muy expansivas sobre la muerte, creo yo – excepto por la premura de morir y la necesidad de ser leal a su familia en la enfermedad y la muerte. 


Recientemente se había hecho, a petición de uno de sus hermanos, un chequeo médico general. Nunca supimos el resultado de los exámenes, pues ella bromeaba que los médicos no sabían nada. Nunca nos los enseñó ni habló en serio de ellos.

Dicho y hecho, el 14 de noviembre de 1988, mi mamá se recostó a dormir la siesta y sufrió un ataque masivo al corazón. Murió en ese momento. Aproximadamente 24 años atrás, su papá se había recostado para una siesta y había sufrido, también, un ataque masivo al corazón. Un año de edad de diferencia. 

Su creencia era tan fuerte, que la mató. 

Muy diferente el caso de mi papá. En el año 2006 se le diagnosticó cáncer de origen prostático en etapa cuatro. Ya el cáncer se había diseminado en todos los órganos cercanos, en sus huesos, en la columna… en fin. 

Él era un hombre brillante (igual que mi mamá). Ninguno de los dos muy sabio para vivir, pero intelectualmente brillantes los dos. Pero, como sucede en muchos casos de cáncer, el miedo a la palabra “cáncer” hizo que mi papá bloqueara toda la información relativa a su salud. 

Entre mis hermanas y yo nos distribuimos las tareas que había que hacer, de acuerdo a los talentos y posibilidades de cada una. A mí me tocó ser la responsable de los chequeos médicos. Y, siendo muy estructurada y ordenada, tratando de entender sobre la enfermedad y todos sus pormenores, mes a mes hacía reportes completos con números comparativos de los índices de sus exámenes, recomendaciones de los médicos, dosis de medicinas, fechas de citas, en fin. 

Mi papá los leía y me hacía preguntas; pero nunca los entendió. Mis hermanas creo que nunca los leyeron. Creían que eran muy difíciles de entender y se estaban protegiendo de lo que significaba saber. Todo esto suposiciones mías. A mí me servía hacerlos para pensar que tenía algo bajo control, supongo también, bajo las condiciones que una enfermedad como esta que nos enfrenta con la incertidumbre.

Y durante poco más de tres años, pasamos por radioterapia, terapia de bloqueo hormonal, medicinas para el dolor, deterioro de los riñones, incremento de la diabetes, presión alta, etc. Hasta que llegó el momento en que, su doctora, a quién él respetaba y quería muchísimo nos dijo que la medicina no estaba haciendo efecto y que era momento de iniciar quimioterapia. Mi papá se negó rotundamente y preguntó cuál era la alternativa. Con muy poca sabiduría, pero con mucho amor, su doctora le respondió: “Pues no hay nada qué hacer. Sólo ayudarlo a que muera en paz y sin dolor.” 

Esa frase hizo que mi papá cambiara su percepción de las cosas y aceptara la muerte como una realidad ineludible. Verán, durante los tres años que estuvo enfermo, él siguió trabajando, estaba escribiendo un nuevo libro, escribía muchos artículos de historia, de política, leía toneladas de libros, veía documentales y películas, salía a caminar, disfrutaba de comer como el placer más grande de la vida y mantenía muy buen humor. Él estaba convencido de que iba a salir adelante, de que se curaría.

Fue a partir de ése día que comenzó a venirse abajo. Dejó de leer, de escribir, de ver televisión, de salir a caminar, de disfrutar de la vida. Hasta que, mes y medio antes de su muerte, simplemente se apagó; dejó de moverse, de comer solo, de ir al baño, de hablar. Dejó de vivir. 

Su creencia anterior sobre la posibilidad de una curación era tan fuerte que siguió vivo tanto tiempo, contra el pronóstico de los médicos. Hasta que hizo suya la nueva creencia, la de la doctora: No había nada que hacer. Y murió en vida, mes y medio antes de su muerte física.

Hoy conozco el poder de las creencias, no sólo en la salud, sino en el área de trabajo, la prosperidad, el dinero, la pareja, la autoestima, nuestras capacidades, nuestra identidad, nuestra relación con Dios. Y estoy muy agradecida porque he aprendido a cambiarlas a nivel subconsciente. Y una vez cambiadas, cambia mi realidad. 

¿Te atreves a probar tú también? ¿Qué puedes perder? ¿Cuánto puedes ganar?




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