Nací en una familia en
donde mis antepasados se morían de 50 y pico años. Del corazón; infartos
masivos o derrames. Crecí creyendo que me moriría a esa edad. Y mi mamá nos
dijo toda la vida que ella moriría igual que su papá, a la misma edad. Era una
verdad absoluta para ella, aunque ahora entiendo que era sólo una creencia.
Trece días antes de su
muerte, un 1° de noviembre, mi mamá se sentó a hablar con mi hermanita de 18
años después del tradicional fiambre. Había llegado el momento en el
cronograma. Y en esa charla le dio todas las indicaciones para su velorio y su
entierro. Tenía deseos bien específicos; creencias muy expansivas sobre la
muerte, creo yo – excepto por la premura de morir y la necesidad de ser leal a
su familia en la enfermedad y la muerte.
Recientemente se había hecho, a petición de uno de sus hermanos, un chequeo médico general. Nunca supimos el resultado de los exámenes, pues ella bromeaba que los médicos no sabían nada. Nunca nos los enseñó ni habló en serio de ellos.
Dicho y hecho, el 14 de noviembre de 1988, mi mamá se recostó a dormir la siesta y sufrió un ataque masivo al corazón. Murió en ese momento. Aproximadamente 24 años atrás, su papá se había recostado para una siesta y había sufrido, también, un ataque masivo al corazón. Un año de edad de diferencia.
Su creencia era tan
fuerte, que la mató.
Muy diferente el caso de mi
papá. En el año 2006 se le diagnosticó cáncer de origen prostático en etapa cuatro.
Ya el cáncer se había diseminado en todos los órganos cercanos, en sus huesos,
en la columna… en fin.
Él era un hombre
brillante (igual que mi mamá). Ninguno de los dos muy sabio para vivir, pero
intelectualmente brillantes los dos. Pero, como sucede en muchos casos de
cáncer, el miedo a la palabra “cáncer” hizo que mi papá bloqueara toda la
información relativa a su salud.
Entre mis hermanas y yo
nos distribuimos las tareas que había que hacer, de acuerdo a los talentos y
posibilidades de cada una. A mí me tocó ser la responsable de los chequeos
médicos. Y, siendo muy estructurada y ordenada, tratando de entender sobre la
enfermedad y todos sus pormenores, mes a mes hacía reportes completos con
números comparativos de los índices de sus exámenes, recomendaciones de los
médicos, dosis de medicinas, fechas de citas, en fin.
Mi papá los leía y me
hacía preguntas; pero nunca los entendió. Mis hermanas creo que nunca los
leyeron. Creían que eran muy difíciles de entender y se estaban protegiendo de
lo que significaba saber. Todo esto suposiciones mías. A mí me servía hacerlos para
pensar que tenía algo bajo control, supongo también, bajo las condiciones que
una enfermedad como esta que nos enfrenta con la incertidumbre.
Y durante poco más de
tres años, pasamos por radioterapia, terapia de bloqueo hormonal, medicinas
para el dolor, deterioro de los riñones, incremento de la diabetes, presión
alta, etc. Hasta que llegó el momento en que, su doctora, a quién él respetaba
y quería muchísimo nos dijo que la medicina no estaba haciendo efecto y que era
momento de iniciar quimioterapia. Mi papá se negó rotundamente y preguntó cuál
era la alternativa. Con muy poca sabiduría, pero con mucho amor, su doctora le
respondió: “Pues no hay nada qué hacer. Sólo ayudarlo a que muera en paz y sin
dolor.”
Esa frase hizo que mi
papá cambiara su percepción de las cosas y aceptara la muerte como una realidad
ineludible. Verán, durante los tres años que estuvo enfermo, él siguió
trabajando, estaba escribiendo un nuevo libro, escribía muchos artículos de
historia, de política, leía toneladas de libros, veía documentales y películas,
salía a caminar, disfrutaba de comer como el placer más grande de la vida y
mantenía muy buen humor. Él estaba convencido de que iba a salir adelante, de que
se curaría.
Fue a partir de ése día
que comenzó a venirse abajo. Dejó de leer, de escribir, de ver televisión, de salir
a caminar, de disfrutar de la vida. Hasta que, mes y medio antes de su muerte,
simplemente se apagó; dejó de moverse, de comer solo, de ir al baño, de hablar.
Dejó de vivir.
Su creencia anterior sobre
la posibilidad de una curación era tan fuerte que siguió vivo tanto tiempo,
contra el pronóstico de los médicos. Hasta que hizo suya la nueva creencia, la de
la doctora: No había nada que hacer. Y murió en vida, mes y medio antes de su
muerte física.
Hoy conozco el poder de
las creencias, no sólo en la salud, sino en el área de trabajo, la prosperidad,
el dinero, la pareja, la autoestima, nuestras capacidades, nuestra identidad,
nuestra relación con Dios. Y estoy muy agradecida porque he aprendido a
cambiarlas a nivel subconsciente. Y una vez cambiadas, cambia mi realidad.
¿Te atreves a probar tú
también? ¿Qué puedes perder? ¿Cuánto puedes ganar?
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