Nací en una familia en
donde mis antepasados se morían de 50 y pico años. Del corazón; infartos
masivos o derrames. Crecí creyendo que me moriría a esa edad. Y mi mamá nos
dijo toda la vida que ella moriría igual que su papá, a la misma edad. Era una
verdad absoluta para ella, aunque ahora entiendo que era sólo una creencia.
Trece días antes de su
muerte, un 1° de noviembre, mi mamá se sentó a hablar con mi hermanita de 18
años después del tradicional fiambre. Había llegado el momento en el
cronograma. Y en esa charla le dio todas las indicaciones para su velorio y su
entierro. Tenía deseos bien específicos; creencias muy expansivas sobre la
muerte, creo yo – excepto por la premura de morir y la necesidad de ser leal a
su familia en la enfermedad y la muerte.