domingo, 10 de mayo de 2015

No estoy dispuesta a ceder mi pedazo de pastel

Estos días me choca muchísimo ver algunas de las publicaciones en los medios sociales y masivos con ocasión del día de la madre. Me da escalofríos leer algunos de estos mensajes y me da aún más escalofríos leer los comentarios de la gente al respecto.

Típico: “Madre… esa mujer que lleva el dolor y las preocupaciones por dentro, pero lo calla y sonríe para no preocupar a los demás”; “esa mujer que se entrega a su labor sin importar lo que pase con ella”, “esa mujer que siempre está contenta, siempre es paciente y siempre abnegada; que aunque esté enferma, no haya dormido, tenga que trabajar, igual se entrega a las necesidades de los demás” o como ése video HORRIBLE que anda circulando, en donde al final el hijo le dice a la madre: “gracias por comprarme ropa buena para mi primer trabajo y por sacarme de las deudas cuando estoy hasta el carajo…”


Bajo esa perspectiva, la maternidad me parece una experiencia aberrante y malsana. Malsana no sólo para las madres, sino también para los hijos y la sociedad en general.

Nos han enseñado – no digo que sólo a las mujeres, pero sí, principalmente a las mujeres a abandonarnos. A “ser buenas” y a dejarnos de último, siempre. A siempre pensar primero en los demás. A dar, dar, dar, dar y dar todavía un poco más, incluso cuando no haya nada más para dar. A no recibir, porque “estamos bien así”. ESPANTOSA IDEA y peor aun cuando es puesta en práctica. Y a no pedir, porque es molesto…

Ya fui “buena” bastante tiempo. Ya me olvidé de mí misma para entregarme totalmente a los demás. Ya me traicioné muchas veces. Ya me fui infiel otras más. No me gustó. Se sentía horrible. Mi cuerpo estaba cansado y desganado. Mi corazón estaba triste. Sentía que no merecía nada, que mi vida no tenía sentido, que no podía disfrutar de la vida… No siendo eso suficiente, de alguna manera estaba segura de que había algo muy malo en mí, porque pareciera ser que debía sentirme plena y gozosa por todo esto…

Sin embargo, algunos seres humanos nos hemos detenido a observar la situación con más atención. Si yo me olvido de mí misma en aras de los demás, inevitablemente voy a sentir dolor, tristeza, impotencia, resentimiento y frustración. Y todo esto lo voy a “acumular”, como un fajo enorme de facturas por cobrar, como una olla de presión sin válvula reguladora… que en algún momento va a estallar… Y eso no enriquece para nada la dinámica de la familia, ni de la sociedad; de hecho, la empobrece.

Una madre frustrada, por mucho que “haga” y por mucho que renuncie al gozo, al placer, al descanso, a sus derechos, a su bienestar, no es una contribución para ninguna familia, para ninguna sociedad. Ni tampoco para sus hijos – ni para su pareja tampoco.
Una madre que es capaz de darse a sí misma, de pedir y recibir apoyo y ayuda de los demás, de poner límites cuando necesita descansar o recuperarse de un malestar, es una madre mucho mejor.

Y es a eso a lo que me refería con el título de este escrito: “No estoy dispuesta a ceder mi pedazo de pastel.”

Mis hijas saben bien, que si queda un solo pedazo de pastel, lo dividimos entre las tres; no es sólo para ellas dos. Saben que, a la hora de elegir un lugar para ir a comer o escoger qué actividades haremos el fin de semana, votamos las tres. Saben que mis necesidades de todo tipo son tan importantes como las suyas. Incluyendo mi necesidad de espacio para estar sola y en silencio. Y también tienen claro, por supuesto, que aunque elijamos estas cosas democráticamente, hay una jerarquía. Y que esa jerarquía se respeta. Punto.

También saben que me canso, que me irrito, que siento miedo, que siento tristeza, que dudo… Y que no pasa nada. Que todo esto es humano. Que todo pasa. Qué sólo se reconoce, se siente, se pide ayuda si es necesario, se actúa y se sigue adelante. No escondo mis emociones frente a ellas. Soy honesta 100%. Hablo de todos los temas que necesitan ser hablados, sin tapujos, sin tabúes, sin atajos.

Cuando hago esto, espero estarle enseñando a mis hijas a no abandonarse. A aprender a hacerse responsables de su propio bienestar y de su futuro. A cuidar su cuerpo, sus emociones, su espíritu, su mente. Espero estarle enseñándoles a ser congruentes. A ser honestas. A ver la verdad. A sentir la verdad. A vivir la vida como es. A sentir lo que necesita ser sentido, a hablar de lo que necesita ser hablado, a enfrentar lo que necesita ser enfrentado, con o sin miedo, y a tener su espacio y respetar el espacio de los demás. A elegirse a sí mismas primero, con fidelidad y compasión. A elegir la felicidad.

Espero estarles enseñando a verse como Dios lo hace. Aunque sea en una millonésima parte… A no escuchar aquello que les dice que no son suficiente, que no son capaces, que no merecen. Aunque esto sea un esfuerzo constante para mí, porque no fue lo que yo aprendí. Como les dije en algún momento: “Súbanse al barco y aprendan conmigo, porque no sé de qué otra manera enseñárselos. Yo lo estoy aprendiendo al mismo tiempo que ustedes. Nosotras elegimos esta experiencia; ustedes me eligieron como mamá y yo las elegí como hijas. Esto así se suponía que fuera.”

Así que a todas las madres, las invito a ponerse en primer lugar. Y a mostrarles a sus hijos que cada uno de nosotros es responsable de su propio bienestar. A enseñarles con el ejemplo a no traicionarse a sí mismos. A encontrar su verdad y seguirla. A ser congruentes.

Y también las invito a que se den cuenta de que no existen madres perfectas. Que el arquetipo de la madre abnegada, bondadosa, sonriente, plena, trabajadora, infinitamente paciente y sabia, con todos los conocimientos sobre la maternidad, la pareja, la cocina, decoración y mantenimiento del hogar NO EXISTE. Que cada una de nosotras es la madre que puede ser. ¿Qué se puede mejorar? ¡Claro! Cuando tu sanas y mejoras como persona, eres una mejor madre. Es el mejor regalo que les puedes dar a tus hijos.

¡Feliz día de la madre! ¡Qué viva la imperfección!


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